BAJO EFECTOS DE LA CHIQUITOLINA

Por Luisa F. Gómez

Si existieran las pastillas de Chiquitolina yo dejaría esta página en blanco, buscaría mi chaqueta porque ya comienza a hacer frío, tomaría mi tarjeta del banco, correría al cajero que queda en el centro comercial, sacaría los 30.000 pesos que cuestan las pastillitas y rápido, muy rápido, iría a la droguería y pediría «un blister de chiquitolina, por favor». Luego, cuando viera una persona haciéndole la parada al bus que me lleva a tu casa, sacaría una pildorita, la masticaría con ansiedad y la tragaría. Entonces ya sería pequeña, me subiría al bus sin que nadie lo notara (no pagaría el pasaje), me bajaría frente a tu puerta y esperaría a que en la noche te metieras en las cobijas y entonces, sólo hasta entonces comenzaría la aventura.


Te esperaría bajo la almohada; cuando tu respiración se fuera haciendo lenta saldría de allí y me quedaría viéndote en tus últimos sueños de vigilia. Después, me iría caminando lentamente y de ladito hasta tus pies, besaría uno a uno tus dedos, acariciaría tus tobillos; tu moverías las piernas y yo tendría que cuidarme de que no me aplastes. Cuando todo ahí abajo vuelva a estar quieto, me pondría en posición de excursionista para recorrer la cordillera de tus piernas, descansaría de tanto en tanto –por ejemplo en tus rodillas-, luego, en pie de nuevo, seguiría hasta tu entrepierna y allí sacaría mi casco con lucecita de minero y, como Cristóbal Colón en el nuevo mundo, lo tocaría todo, bebería de cada una de tus cascadas, me detendría en los detalles de tu paisaje y sacaría fotos de las sombras de tu desnudez. No sé muy bien cómo saldría de allí, cómo proseguir la excusión ante tanta cosa nueva, ante tanta delicia por probar, pero como las pastillas de chiquitolina seguirían a la venta mañana, entonces, seguramente, pensaría este como un viaje de reconocimiento para definir itinerarios más pausados el resto de las noches de mi vida.

Una vez asumido este como el primero de los viajes de mi anti-Gulliver criollo, entonces seguiría en ascenso por tus caderas, me lanzaría con confianza por los rodaderos de tu cintura (con cuidado de no reír muy fuerte), y ¡caray! llegando a tus senos, llegando a ese par de montañas, miro hacia arriba y como aficionado a los deportes de riesgo asumo el desafío de escalarlos. Ya en la cima y sin bandera para señalar el territorio conquistado, me dedico a observarte desde mi palco de honor… ¡pero no sé cuánto dure el efecto de estas pildoritas! ¡es la primera vez que las tomo! entonces me entra el afán. Bajo con cuidado de la montaña, llego al llano de tu cuello, y me dirijo rápido a tus labios, tomo un poco de saliva para continuar el viaje, y directo a tus dumbicas orejas. Justo cuando estoy terminando de desearte una noche llena de mí, algo en ti me confunde en la oscuridad y mandas una palmada que me deja para siempre estampada en los sonidos del mundo.

Entonces, creo que lo que sucedería bajo el efecto de la chiquitolina, es que todas las cosas del mundo se quedarían diciéndote que hasta en la muerte te quise.

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