TODO LO QUE SUBE TIENE QUE BAJAR

Por Luisa F. Gómez

Como casi todos los fines de semana, había sido enviada por mis padres a la finca de mis tíos en compañía de mis primos mayores, mis abuelos, los animales y las bestias peligrosas que allí habitaban. Entre las muchas actividades que realizábamos nosotros los infantes en estos fines de semana, estaba el tan maravilloso fútbol, en el que obviamente, por ser yo la menor, era la que tapaba los balonazos que mi primo ensayaba y que generalmente, para darme pasto, los dirigía hacia mi cuerpo y que yo por decisión propia, rehuía, causando siempre la vuelta campeona de mi primo; así el fantástico juego Mete-gol-tapa, se reducía a teme-gol-pata.


Esta divertida actividad deportiva era intercalada con otra de su misma estirpe: el juego de ping-pong; en el que yo aún no podía advertirme destrezas. El borde de la mesa me daba justo en la nariz y por lo tanto, era una tarea en extremo complicada atajar la pelota, no digo siquiera devolverla, hablo de atajarla, y como esto pocas veces ocurría y era yo quien la dejaba ir, pues era yo quien debía recogerla; entonces le daba la vuelta a la terraza en busca de la pelota blanquita que solía caer entre las raíces de una Primavera que cercaba la finca.

Mis esfuerzos deportivos eran conjugados con la sacada de gusanos de la tierra y la ordeñada de las vacas que se encontraban en un potrero que estaba en declive, en el que cada vez que llovía se hacían huecos donde se posaba el agua, en los que además, mi pie pequeño, o mejor, mi bota de caucho marca «Machita» se quedaba estancada y yo terminaba por poner la media blanca -que mi mamá me mandaba- en el barro viscoso con algo de verde que le ponía el toque sicodélico.

También asistía a ejercicios de civilización como las depilaciones de mi prima –que para entonces ya era una adolescente- donde tenía un lugar preferencial que me permitía advertir la condena futura e ineludible a que sometería a mis vellitos y los cientos de ojos aguados a los que me vería consignada gracias a tan alto ejercicio de humanidad.

En las noches, gracias a estos fines de semana campesinos, aprendí desde muy temprana edad a jugar con el dinero. Los hombres de la familia -mi abuelo, mi tío, mi primo y en ocasiones, mi papá- me invitaban a jugar Ku-Kan (creo que se debe escribir así aunque nunca lo vi en ningún libro o manual). Un juego de cartas parecido al Continental, pero donde apostábamos y todo el tiempo mi tío amenazaba con «soplarnos» ante lo cual debíamos «castigarnos» cogiendo más cartas. Esta actividad, que por los laditos me entrenaba en matemáticas y trampas, se desarrollaba al lado de un chimenea que recuerdo grandísima, ante la cual pasaba muchas horas moviendo los palos, soplando fuerte, con uno que otro quemón en la mano y con las mujeres de la casa repitiendo sus advertencias populares: «el que juega con fuego amanece orinao» y cosas de ese estilo que hasta el momento no he visto hacerse realidad.

Fue en ese escenario que empecé a advertir que todo lo sube tiene que caer y lo caído casi siempre se puede recoger aunque nunca volverá a ser igual.

Yo tenía cuatro años, mi hermano aún no existía y esto hacía que yo fuera la menor, en otras palabras, el juguete de los mayores: «la muñequita». En estos fines de semana mi motivo vital lo constituía el acto de crecer, ser grande para ser como mis primos; este objetivo guiaba cada una de mis acciones. Por esto no era extraño encontrarme en situaciones altamente peligrosas para mi integridad física, que en la mayoría de oportunidades alcanzaban a ser detenidas por los adultos que merodeaban el lugar. Sin embargo, como es obvio, algunas pasaron a mostrarme el significado de la palabra Consecuencia, eso que los adultos dicen que uno no sabe medir porque es niño, pero que en realidad, aún hoy es de difícil medición. Pues entre esas acciones con-secuencia, cuento el día en que me abrí la «carraca», como diría mi abuela. Hacia poco había pasado el almuerzo, razón por la cual habíamos sido dejados en libertad por haber injerido los alimentos preparados por las gloriosas manos de mi abuela. Aquella tarde, los tres -mi primo, mi prima y yo- hacíamos uso de uno de los objetos más llamativos de la finca: la hamaca. Jugábamos por turnos a mecernos; primero mi primo se subía conmigo y mi prima nos empujaba, después mi prima se subía conmigo y mi primo nos mecía, luego mi primo se subía sólo y mi prima y yo balanceábamos la hamaca, luego venía el turno de mi prima, y otra vez comenzaba el ciclo. Mi corta edad, con percepción de diferencia, me dictó un acto de visible discriminación de parte de mis primos hacia mí y sugerí (insistí) montarme sola a la hamaca y mis primos encontraron divertido seguirme la cuerda, entonces el ciclo se amplió y después de mi prima venía yo sola en turno. Los minutos pasaban y los adultos también con sus proféticas advertencias «van a dejar caer a la niña». Nuestra sabiduría infantil nos permitía saber que si una vez no había sucedido nada, no tendría porque suceder en otras. Se escuchaban nuestras carcajadas a lo largo del pasillo de la casa que alcanzaban algo de los jardines; cada vez nos columpiábamos un poco más fuerte e intentábamos nuevas hazañas. Y sí señores, en un insospechado movimiento, la fuerza de mis primos le ganó a la fuerza con la que me podía asir al borde de la hamaca y al mejor estilo de superman (para entonces, superhéroe volador de moda) fui arrojada de la hamaca con dirección al suelo de baldosa que permanecía brillante, brillante. No tardaron en escucharse los lamentos de mi abuela y mi tía, mis primos se hicieron rápidamente a un lado para dejar pasar a los hábiles curadores adultos -por supuesto.

En la combinación de sabiduría enfermeril resolvieron echarme altas dosis de mertiolate (medicina muy útil y frecuente por entonces y ya casi descontinuada en el mercado actual), luego entre mi tía y mi abuela, me tomaron el mentón, unieron un trozo de piel con el otro, cerrando el ojal que dejaba ver de qué estaba hecha, y colocaron una buena cantidad de algodón que agarraron a mi cara con la ayuda de mucho esparadrapo, y cuando digo mucho es mucho.

Recuerdo ese lunes en el pediatra, lo recuerdo no sólo por la cara del pediatra cuando me vio entrar con ese joto que sobresalía de mi mandíbula inferior, sino además, por lo que me costó la arrancada del esparadrapo. Los avances tecnológicos que nos remiten actualmente a la palabra micropore, no estaban a nuestro alcance por entonces y supe de la depilación antes de lo que imaginé, de las acciones con-secuencia, de que todo lo que sube baja y lo que se cae ya nunca vuelve a ser igual.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s