Por Luisa Gómez
Hace apenas diez días que decidí dejarte. Hoy, todo el día, he tenido una sensación extraña a la altura del esternón, una especie de ahogo, un vacío que se agranda cuando me quedo callada. Creí que por el daño que nos habíamos causado –tu, no dejándome ni respirar, y yo, desapareciéndote cada tanto tiempo- sería fácil que prescindiéramos del otro. A ti te noto tranquilo, como era de esperar; incluso, a veces siento que te quedas viendo cómo me muerdo los labios por no raptarte conmigo, por no poder encender de nuevo el fuego que nos ponía en contacto.
Mis amigos dicen que lo mejor fue dejarte, que estabas acabando conmigo; sé que a la luz de los demás, nuestra relación era adictiva. Yo sé que era algo más complejo: tú siempre estuviste conmigo, acompañabas mis palabras con cuidado de no dañarlas, te dejabas ver como un velo suave y misterioso que se iba estirando por el ambiente tomándolo todo pero sin quitarme, ni por un segundo, el protagonismo que me correspondía.
¿Sabes? Ahora, cuando en la noche llego a mi casa lo primero que echo en falta es tu olor, ahora las ventanas permanecen cerradas y sin embargo de tu olor ya no queda casi nada. Trato de demorar mi entrada a casa, te extraño en las conversaciones con los amigos, el calorcito que tu siempre imponías a nuestras reuniones… cuando estoy sola, me siento en el sofá a contemplar la biblioteca, los libros que leí a tu lado, la poesía que leímos juntos… entonces, casi siempre, termino repasando mis labios, intento revivirte y aspiro el aire con fuerza (como cuando te tenía entre mis manos), es ahí cuando me desespero, camino por la casa, de un lado a otro, quiero buscarte, salir a la calle y caminar contigo de la mano, ir a la tienda y como siempre, encontrarte allí dispuesto para mí… sí, nunca pensé que fuera tan difícil dejarte, asumir la cotidianidad sin ti.
En la mañana, me levanto y extraño tu presencia a mi lado, me quedo viendo el techo de la habitación, pero tu ausencia me saca angustiada de la cama… Huyo. Algo de ejercicio, un duchazo largo, salir de casa, el trabajo es maldito si no te siento, el café sabe muy mal ahora…
No sé cuanto tiempo durará todo esto; no sé cuántos cambios fisiológicos más tendré que soportar por culpa de mi despedida; tampoco sé cómo tratarte cuando te veo entre mis amigos. Sí, extraño la forma en que nos besábamos, como te acomodabas perfectamente a mis manos, te perdías entre mis dedos, ibas calentándome, poco a poco, adentro, afuera…
Todo esto es una mierda. Ahora, y como premio de consolación, voy ahorrando el dinero que antes me gastaba en ti. Aunque desde la razón sé que intentabas matarme con tu esencia, algo del orden de la inconsciencia me hace imaginarme feliz en tu compañía.
Lo cierto es que eres un barato; en realidad te vendes al mejor postor, te regalas a todos los labios, te dejas en todas las manos… mis padres siempre me dijeron que empezar contigo sería mi perdición y ahora, de alguna manera, lo entiendo…
Te miro con tristeza en los escaparates de los supermercados, entre cajetillas de Kool, Marlboro Rojo, Marloboro Light, Lucky Strike y quiero tenerte de nuevo, sin importar tu marca, ni tu costo… pero esta relación nuestra se rompió el día en que descaradamente me dejaste con el pecho destrozado, casi sin poder hablar y con este ahogo que no se me acaba de quitar.