VÁMONOS A DESCANSAR

Por Luisa F. Gómez

Llegaban las ocho de la noche; lo sabíamos porque en la televisión pasaban el comercial de dibujos animados, lentos y pesados, en que cantaban los niños –mientras se empiyamaban- “es hora ya de acostarse, vámonos a descansar, pero antes hay que lavarse y los dientes cepillar…”. Cuando el comercial estaba terminando, nosotros ya estábamos de pie, cada uno dirigiéndose a su habitación, con el ceño fruncido, sin mirarnos, arrastrando los pies (que hace ya buen tiempo estaban sólo en medias), con la mirada hacia el suelo; apenas se escuchaba el golpe seco de las dos puertas.

Unos minutos después pasábamos a lavarnos los dientes, uno por uno; quien se ganaba el derecho al primer turno por la velocidad de la empiyamada, también se ganaba al otro presionándolo tras la puerta “¿ya casi sale?” “¡apúrele!”. Después, sin hablar, sin mirarnos siquiera, en algo se distraía el primero hasta que el segundo había lavado sus dientes; entonces entrábamos juntos a la habitación de mis padres: mi papá recostado en su lado de la cama, aún con la ropa puesta y el control de televisión en las manos listo para oprimir cualquier tecla; mi mamá sentada en su lado de la cama, muy cerca de la almohada, dando miradas furtivas al televisor, pero principalmente concentrada en sus libretas de trabajo, o en su manicure o de pronto en algo de su ropa. Entrábamos a la habitación, nos dirigíamos al fondo, al lado de mi papá “hasta mañana papi”, mi papá separaba por un momento los ojos del televisor mientras lo besábamos en la frente y nos deseaba también una buena noche. Luego rodeábamos la cama hasta llegar al lado de mi mamá, “hasta mañana mami”; nos miraba, le dábamos un beso en la mejilla y mirándonos mientras nos alejábamos, nos iba lanzando preguntas: ¿alistaron uniforme? ¿seguro terminaron las tareas? ¡Nena, mañana no olvides…! ¡mi amor, mañana cuando llegues recuérdale a tu hermanita…!

Así, su voz nos acompañaba durante todo el trayecto que separaba la habitación de mis padres de la de mi hermano y la mía. Cuando llegábamos a la altura del pasillo en que se abría una clara bifurcación que marcaba, por un lado la entrada al cuarto de mi hermano menor, y del otro, la entrada al mio, nos mirábamos y como en un espejo, no encontrábamos con el mismo gesto en el rostro que teníamos al frente: la boca más pequeña que de costumbre, los labios como arrugaditos, como reprimiendo un beso o una palabra, los ojos transparentosos, medio vidriosos, las cejas hacia arriba en el centro y como caídas hacia los lados, como imponiéndole a los ojos un temor o una tristeza, en todo caso algo de desprotección. Era entonces cuando nos dábamos la espalda, cada uno se metía en su cama, se tapaba con las cobijas hasta el cuello –como nos había enseñado mamá- y ahí, justo en ese momento, de una habitación a la otra:

– Hasta mañana
– Hasta mañana

– Que duerma
– Que descanse
– Si necesita algo me llama
– Usted también
– No se le olvide rezar
– A usted tampoco

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