En más de una ocasión había perdido sus gafas; aparecían en el bolsillo del saco, en el cajón de la mesa, sobre el inodoro; alguna vez los encontró en la arena del gato porque seguramente a Rodolfo le parecieron una mierda y las quiso enterrar.
Pero esta vez era distinto; detectó muy tarde que no las llevaba puestas. Había atravesado toda la ciudad; estuvo en la biblioteca, en el supermercado, en el barsito del centro donde tomó unas cervezas con Juan, almorzó en el cubano y de ahí salió a fumarse un cigarrillo en la tienda; en todos los lugares las llevaba consigo, las llevaba puestas, de lo contrario sus ojos le hubieran ardido, no habría visto los letreros del bus; tuvo que ser en las últimas paradas, de no ser así sus ojos estarían muy rojos.
Once de la noche, sin posibilidad de comunicarse con cualquiera de lo locales. El libro de Auster sobre la mesa esperándolo, llamándolo… lo toma entre sus manos y las líneas de letras –siempre tan juiciosas- hoy se deforman y bailan. Mirada al frente, restregarse los ojos, vuelta al libro; fracaso.
¡Mierda! Las gafas allá solas y él allí sin su pedazo, sin ese pedazo y la realidad mamándole gallo. Noche de mierda sin las gafas. Para dormir siempre se las quitaba –como era obvio- pero esta noche dormir se hacía imposible, como si las gafas permitieran los sueños. Sin las gafas el mundo es extraño hasta para los sueños. Unas vueltas en la cama, un vaso de agua; prende el televisor, en los nacionales nada bueno, en los demás: subtítulos.
De nuevo repasar el recorrido del día. De la casa salió con gafas; eso es seguro; recuerda habérselas puesto después de lavarse los dientes, levantó la cara y tenía las gafas, era él con las gafas; luego se despidió de Rodolfo, salió a la calle, levantó su mano hasta la cara y se acomodó las gafas; todavía las levaba.
Tomó el bus a la biblioteca y abrió el libro que llevaba, leyó todo el camino; entonces llevaba las gafas.
Se bajó a una cuadra de la biblioteca, ingresó por la entrada principal, buscó el libro que quería, lo llevó a la sala, leyó un par de horas; obviamente llevaba las gafas.
Salió de allí, caminó hasta el cubano, no se detuvo, fue directo. Llegó, se sentó, dejó las gafas sobre la mesa, comió el cerdo con arroz que le gusta, una cerveza fría, bromeó con el mesero, pidió la cuenta, pagó, se puso las gafas; lo recuerda porque las empujó hacia atrás para leer bien el letrero que invitaba a la obra de teatro nueva.
Salió de allí y se dirigió a la tienda, pidió un cigarrillo… pudo haberlas dejado allí… pero cuando llegó al bar a encontrarse con Juan, las llevaba; recuerda que –como de costumbre- se las quitó y las puso sobre la mesa.
Cree que en un momento de la conversación se las puso, luego se las quitó de nuevo, las dejó sobre la mesa; al pagar se las puso para ver la cuenta, estaba oscuro. Salió y las tenía puestas –cree…- vio el letrero de la buseta.
Tuvo que ser en el bar. Al otro día iría directo al bar; no pudo ser antes; fue allí. Así se durmió, con la certeza del lugar en que las había perdido…
Al otro día se levanta… ¡mierda, las gafas! Se alista rápido –todo el tiempo pensando en las gafas-; el bar debe abrir a las diez. Se viste, se lava los dientes, se mira al espejo; en el reflejo, a un lado, detrás de la crema de afeitar, una pata de las gafas se estira como pierna de bailarina que comienza el show.
11.11.10