Con los años se había acostumbrado a encontrarse con los mismos ojos que ya le parecían inertes; la misma nariz sin apellido, y la boca a la que todos ponían diferentes nombres –la tia G., la abuela C, el labio inferior de la prima A y el superior del abuelo O. Para entonces ya se había cansado de buscar en sus gestos los del hermano muerto. Esa mañana se levantó, entró al baño, se miro al espejo y una mancha entre marrón y gris, justo debajo de su ojo, concentró su atención… no había nacido en la noche, no la había notado antes.