Fue hace diez años y unos cuantos días. Atravesé la multitud, corrí en una calle que había sido la de todos los días y ese día se me aparecía calle de Hollywood en pleno dolor latino.
La carne era carne aquella noche y estaba adornada por el olor del fuego; en otros momentos ese mismo olor me abría el apetito. En medio de la noche, allí donde todo parece sueño, los cadáveres intentaban borrarse los nombres y yo insistía en reponerlos, tal vez -es probable- para conservarlos con vida.
Los cuerpos se diluían y dejaban a la vista el material horrendo del que estamos hechos. Voces confundidas hacían susurros y ecos, mareas de voces atorrantes que describían un vacío en torno mío, mío y de esos cuerpos que ya no eran, que eran nombres que amenazaban con desaparecer también.
Un silencio confuso aparecía para quedarse y la escena de la ceniza era atravesada entonces por el humo de mi cigarrillo. Un sorbo de agua para saber que vivo, otra bocanada de humo porque hemos muerto.