
Siempre quise a la abuela, pero la quise más dos días antes que muriera. Nunca se nos dieron las caricias; los contactos corporales no han sido lo nuestro. Pero la abue era dulce y cuidadosa con cada uno de sus nietos: El arroz con leche para Giorgio, la carne en salsa para mí, para los mayores: la torta o el ajiaco. Siempre consintiéndonos el cuerpo desde dentro, acariciándonos la garganta con aguadepanela con leche o con aromáticas bien cargadas.
—Mija, venga y me ayuda… —me decía casi sin mirarme, con su voz siempre suave y, en los últimos años, ya un poco carrasposa por la edad.
Y yo me iba a su lado, a verla hacer: sus manos delgadas con las tiritas moradas de las venas que se exponían cada vez más, como mostrando los ochenta años que llevaba la sangre recorriendo los mismos caminos; sus brazos morenos de tanto…
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