
Lo último que había visto era su sonrisa, la de siempre acompañada por los ojos bien abiertos y la voz suave. Sin saber cómo, unos minutos después, cuando de nuevo lo tuvo al lado, sirviendo el lomo jugoso del almuerzo, su mirada fue de nuevo dura y fría, mirada metálica que raspa y chirrea en los ojos que la miran.
—Yo lo hago —le había dicho secamente cuando ella quiso ponerle su trozo en el plato.
Un corrientazo le atravesó las vísceras, sintió el desplome de sus brazos, el taco en la garganta que impedía que ella respirara bien, la incertidumbre por la causa del cambio de humor. De nuevo, ella, otra vez ella, qué torpeza había cometido, qué palabra impertinente, qué gesto fuera de lugar habría percibido él, que la condenaba de nuevo a la distancia, que la dejaba vencida tras una batalla a la que no…
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