
Todos lo hemos dicho alguna vez… o muchas veces. «Yo… ¡lo mato!». Hasta ese momento yo lo decía con frecuencia, tal vez unas dos, tres, hasta más veces al día. «Yo… ¡lo mato!». Y de verdad, daban ganas de matar. Como cuando alguien le cuenta a uno que se ha puesto su mejor traje, que se ha demorado ante el espejo un tiempo mayor al del promedio, y sale y ¡tras!, en la cafetería en que compra el café para esperar la entrevista de trabajo… ¡toma! Te echan el café encima… «Yo… ¡lo mato!». Y en ese momento se imagina uno lanzándose encima del de la manita inestable, el de las gafitas gruesas que se tropieza con todos, poniéndole sobre el cuello las garras, apretándole el gaznate mientras termina de regar el resto del café y se le cae el croissant y se va poniendo morado y trata de quitarte…
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