El frío va por dentro – Luisa Gómez

Primero fueron las rodillas: entumecidas, un par de ramas que se rehusaban a doblarse. Después de un rato de intentar sentarse lograba arquearlas, despacio, con detenciones cortas marcadas por el dolor, por la incertidumbre de continuar, que si mejor sería volver a estirarlas y anular el intento. Cuando por fin lograba doblarlas un poco, se dejaba caer de culo sobre la silla o en la cama; era un bulto, un saco lleno de piedras llamado imperativamente por la gravedad. Unos meses después fueron las caderas; entonces la caída era más fuerte y siempre sobre el colchón, que ya llevaba tallada en vacío su figura. Vinieron los exámenes, las radiografías, resonancias, pastillas y sueros… nada; ningún médico lo dijo. Fue la abuela, fue ella con sus pocas palabras, con su silencio de muerte: 

—A Juvenal se lo comió el frío, se lo tragó desde dentro —lo dijo mirando el suelo, apenas pasándose las manos por las canas largas, desordenadas, como si todavía hubiera forma de peinarlas. —Se lo dije; le dije «mijo, deje ir a su papá», pero no, Juvenal se lo llevó dentro. Se paró en esa tumba de nada, en ese entierro de viejo y el frío se le subió por las piernas, se le arrunchó en las coyunturas y me lo fue dejando tieso. 

El tipo no pasaba de los cuarenta cuando el mecanismo empezó a fallar. Las mañanas eran violentas: la misma punzada de las piernas se replicaba en sus párpados abriendo los ojos de sopetón. Respiraba profundo, cogiendo impulso y de un solo movimiento botaba las piernas hacia el suelo, hasta las chancletas de caucho gastadas. De ahí en más emprendía la lucha con la vida en una especie de tire y afloje que se sentía en los nervios, en los tendones, en el ahogo pesado del pecho. 

Papá no dijo nada; era un tipo duro, uno de campo, de esos que hacen parte de los hombres que no lloran. Tuvo que pasar un tiempo largo, uno silencioso, hasta que nos lo contó mientras cenábamos. 

—Me tienen jodido; las piernas me tienen jodido, no me quieren funcionar —lo dijo mientras paseaba en ochos la cuchara por la sopa de menudencias que nos daba la abuela. 

Entonces el abuelo llevaba ya seis meses muerto. Otro tipo duro, uno rígido, al que jamás le tembló la mano ni se le detuvo para azotar la correa contra el cuerpo de sus siete vástagos. 

—Los veía uno correr por el frente de la casa, por entre los árboles de plátano, suplicando ayuda —contaba la abuela mirando, casi siempre, al horizonte— y su abuelo detrás con pasos largos, sin afanarse, repitiendo una y otra vez: «el que busca encuentra, le va mejor si no corre». Hasta que el miedo les doblaba las piernas y quedaban tirados en algún lugar del prado. El viejo se acercaba, les sostenía la cabeza con una mano y les iba dando tantos juetazos como le dictara su juez interno.

El día que el abuelo murió ninguno de los siete lloraba, solo la abuela. Ella rezaba y contaba, mientras los hijos, a su lado, guardaban el mismo silencio del muerto. Idos, deambulaban por la funeraria, como si no hubiera espacio para ellos, con desasosiego, sin encontrarse entre ellos ni con nadie; como fantasmas, personajes que habitaban el limbo. 

 El día del entierro, tras la última palada de tierra, papá se quedó petrificado sobre la tumba, quieto, como estatua. Yo quise respetar su dolor y lo dejé un rato mientras todos se iban yendo. Mi padre como lápida erigida sobre la tumba de su padre, haciéndole de nombre y de epitafio, de fecha de nacimiento y de día de partida. 

—Se le metió un frío —fue lo primero que dijo la abuela cuando al otro día papá no pudo pararse de la cama. Un aparente resfriado que no marcaba fiebre en el termómetro pero sí le espelucaba los vellitos de los brazos y le hacía temblar las piernas.

Dos días después papá ya estaba en el campo, de nuevo, entre las vacas y el sembrado; con su silencio acentuado y un gris que le iba creciendo por dentro. 

—Mijo, cambie esa cara que el muerto ya no vuelve y a usted todavía le queda —le decía la abuela a papá. 

Pero a él se le iban congelando los gestos, siempre con la boca quieta como en línea recta, la nariz grisosa, y los ojos chiquitos, cada vez más perdidos entre las cejas y las ojeras. 

—Viejo condenado, tenía que metérsele al más sano, al más fuerte —decía la abuela viendo a papá tirado en la cama —Juvenal siempre fue el más juicioso, no tuve tiempo de decirle que no fuera pendejo. 

Emplastes de marihuana, aceites de coca, los sobijos diarios de don Manuel, el vecino sobandero; nada, no había fórmula que mejorara a papá. Yo lo veía aquietarse, volverse momia. Dejábamos caer cucharaditas de caldo que duraban unos minutos apozadas entre los dientes, cubriendo su lengua. No volvió a hablar, no había palabras. Una especie de graznido seco se escapaba a veces de su garganta, un sonido lejano como de cerrojo sin aceitar que parecía desprenderse de las tripas. Cada vez más frío, como hielo de nevera vieja, seco. Yo pasaba las manos  por los brazos de papá y la piel se me quedaba pegada, me ardía en los dedos, me arrancaba trocitos de huellas que se perdían en el gris de sombra que le cubría más y más el cuerpo. Hasta el día en que mi viejo se volvió estatua, monumento, hombre tallado en piedra, hijo disecado y guardado en cámara de refrigeración. Han pasado unos meses, unos pocos en que no dejo de sentir una especie de viento que me comienza en el pecho y me sube por la tráquea hasta congelarme los mocos. No ha habido problema con mis piernas, ni con mis brazos; eso sí, han descubierto una pequeña arritmia, un huequito que no cierra en el ventrículo izquierdo, un soplo de aire congelado que se me está llevando la vida.  

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