
Todo había quedado revuelto, mezclado, sucio. Las letras perdieron su orden, abandonaron las palabras y el mundo quedó sumido en un silencio ruidoso, una amalgama de ecos deformados que retumbaban en las orejas como ametralladora infinita.
Salieron en medio de la noche, atravesando la trocha, como Dios los trajo al mundo. Asustados, sin advertir sus pieles ni sus sexos encogidos. Solo alcanzaron a calzar las botas de caucho que siempre tenían a la entrada de la casa. Mientras se levantaban de cada caída, con el fango pegado a los rostros como único testimonio de la tierra que podían llevarse, los acosaban las risotadas de los uniformados que amenazaban con partirlos en dos. Allá habían quedado los de camuflado, echando tiros al aire y pateando las cosas que habían sido suyas: la cama en que se susurraban las preocupaciones de plata, las amenazas que llegaban a los vecinos, el dolor en el hombro que, cada vez más, le impedía a Rubén machetear con ganas. Allá se quedaban ensuciando, con su vaho y sus escupitajos, las ollas que tantas veces brilló Carmenza con el pedacito de esponjilla siempre a punto de acabarse; allá infectaban con la sangre seca de tantos la papa y la cebolla, la yuca y el aire. Allá se escuchaban gritando asquerosidades unidas al nombre de su hija. Esos vozarrones eran la tormenta, la tempestad que no cesaba, como dictada por un dios sin rostro, uno gocetas que, como los niños pequeños, no entendió que lo regalado no se pide.
Los dos viejos sin mirarse, él con su pata renqueante por el machetazo que logró esquivar a medias, ella con la sangre acuosa que le escurría por las piernas, ambos sin su hija que quedó hecha partes.
—A ver, desgraciados —les dijo el bigotón mientras sostenía a su hija por la nuca —como a estos hijueputas les dio por cantar sus verdades, mejor les quitamos la tentación.
Y el flaco que estaba a su lado, un esqueleto forrado con los pómulos salientes hundiendo de más los ojos, largo y sudoroso, cogió entre sus manos callosas la mandíbula de la hija hasta que cedieron los labios y apareció la lengua. Sin quitar los ojos del rostro de la muchacha, atravesó la carne rosada con el filo de la navaja.
Así siguieron; el par de viejos amarrados entre ellos, gritando, con la desesperación hirviéndoles en las venas, con la sangre fuera y dentro de los ojos. Gritos de mudo, de esos ahogados, atorados en el ombligo, enredados en el trapo con que les habían sellado la boca.
—Entonces, ¿les pareció que fuimos nosotros los que le robamos las vacas de don Rojas? ¿Sí? —le gritaba al viejo, escupiéndole goticas en la cara. —Y a usté, mi doña, ¿le pareció que fui yo el que dejó colgado a Gervasio en la entrada de la vereda? —a la mujer la agarraba del pelo y ponía sus ojos entre los de ella.
Ese fue solo el comienzo de la noche infernal que se extendería sobre la luz de los días. Como carneros que se ofrecieran al dios del castigo, les fueron extirpando la vida del cuerpo hasta verlos como guiñapo, puro cuero para perderse en la selva.
—En vez de andar metiendo las narices donde no deben —les gritó el bigotón, mientras se alejaban como rama de bejuco que se mece con el viento y se golpea contra todos los troncos— en vez de andar de sapos, ¡A trabajar! ¡A trabajar, viejos, que es con la sangre que se cosecha la tierra!
Me viene a la memoria Juan Rulfo😉, un buen maestro.
Me gustó la concisión e intensidad dramática.
Me gustaLe gusta a 1 persona
¡Robert! Halago que me haces, gracias. ¡Qué lujo de lector eres!
Me gustaMe gusta