
—¡Mercy! ¡Mercy! —escucha la voz angustiada del hombre. —¡Mercy!
Con la camiseta roja empapada en sudor y los pantalones de pijama húmedos en las ingles, Rosa se queda viendo la habitación en que vive. Es un apartaestudio pequeño; tras estar un par de horas en él, suele empequeñecerse otro tanto dando la impresión de que las paredes se juntaran, se fueran acercando. Apenas cabe su cama metálica con la mesita de noche pequeña y el mesón que usa de comedor es también su escritorio, los platos untados de salsa se mezclan con el computador que tiene encima y los audífonos de casco se enredan con el vaso de agua que está siempre a su lado. Hay también una cocina pequeña, abierta, de la que salen olores a frutas madurándose, mangos, manzanas redulces enredándose con el vaho de un baño en el que solo entra una persona. Pasa los ojos por sobre sus cosas buscando algo, no sabe qué es. Sigue escuchando las huellas de esa voz entre gruesa y chillona:
—¡Mercy! ¡Mercy! —es el eco que le retumba desde dentro, también por fuera, como si golpearan las sílabas contra los cuatro muros que la rodean.
Recuerda lo que vio en la mañana. Solo eran permitidos diez segundos para entrar en la escena; es el tiempo que debe demorar en censurar un video. Rosa trabaja fiscalizando grabaciones en la red de moda. No debe dejar que se vea sino el veinte por ciento de un seno, nunca un pene ni un pubis, no puede haber violencia explícita contra animales ni humanos. Todo ha sido extrañamente medido y en la capacitación le advirtieron: su trabajo se reduce a ver diez segundos de cada video para bloquearlo o dejarlo abierto a todos los usuarios. Si se equivoca, ella será multada y podrá perder el trabajo; si se demora, también. Lleva un mes en esto; venía de un año y medio sin trabajo fijo. La paga es buena, pero ha comenzado a soñar con cosas que ha visto: las manos de un hombre abren tanto las caderas de un perro que se escucha el crujir en la descoyuntada del animal; duró una semana oyendo el chasquido cuando se quedaba en silencio, oía el ¡crack! y un sobresalto pequeño y rápido le enfriaba las articulaciones y le dejaba dormido el cuerpo. El ¡crack! se mezcló con los ojos de un niño, tomados en primer plano, cafés y grandes, bien abiertos, que succionaba las tetas de una rubia que jadeaba como si la estuvieran matando. Diez segundos eran una eternidad, con cinco era suficiente para censurar o dejar pasar los sesenta videos que alcanzaba a ver en dos horas.
Ese martes le impresionó este especialmente. Es probable que el hombre esté muerto, vio los quince segundos y le pareció que todo era cierto.
Era una mujer, está segura de eso: las manos delgadas, las uñas con un esmalte muy rojo, la cintura tallada por el látex negro, las caderas pronunciadas y los tacones delgados en las botas de cuero negro. No se le veía el pelo, no pudo saber si era mona o pelinegra; la máscara que le forraba el cráneo solo dejaba a la vista unos labios escarlata, delgados, y los agujeros de los ojos: dos aros entre marrón y verdes seguidos por la aureola blanca, como los ojos de las muñecas viejas que amenazaban con salirse de sus cuencas y echar a rodar por el suelo. El azabache profundo de la capucha, mezclado con la oscuridad del cuarto en que se encontraban, le dio a Rosa la impresión de que esos ojos y esa boca no habitaban un cuerpo, no componían ningún rostro, eran trozos que se mantenían juntos por pura inercia. Claramente era una escena sado; tienen autorización para dejarla siempre y cuando no haya “violencia” que pueda lastimar a los usuarios. Los primeros dos segundos la cámara enfocaba un papel blanco en el que estaba escrito con marcador negro: “La clave es Mercy”. Toda escena sado tiene un santo y seña para detenerse, es un contrato, un acuerdo entre las dos partes. En realidad, hace explícito lo que no siempre es claro y, sin embargo, está presente en todas las relaciones: “me puedes hacer cosquillas pero, si lloro o me molesto, debes detenerte”, “puedes insultarme pero, con las primeras lágrimas, debes dejar de hacerlo”, “puedes mirar a otras mujeres pero, si me ves viéndote, debes parar”; acuerdos que se incumplen de vez en cuando y otras tantas se sostienen para que el lazo no se reviente.
Pasados esos dos segundos, el papel desaparece, la mujer da vueltas, lentamente, en torno a un bulto que yace en el piso. Con la pantomima barata de siempre, golpea al hombre-cosa, le da pequeños latigazos que causan movimientos rápidos y cortos en la masa oscura que ella rodea. Hasta ahí: aburrido, lo ha visto varias veces. Entonces la mujer toma una cadena gruesa que ha estado cerca de la mole, la hala hacia arriba y del montículo va desplegándose la silueta de un hombre, también forrado en cuero o en latex, en todo caso color sombra. Es delgado, la cámara no enfoca sus ojos que es lo único que serviría de faro en la escena. La dama negra asegura la cadena a otra que cuelga, un candado grueso las une. Toma un brazo del hombre-títere, lo amarra con otra cadena, revisa que no se suelte, luego repite la misma operación del otro lado. Del encadenado no sale sonido. Las piernas, el hombre mismo las dispone como las de un Cristo, un pie encima del otro, mientras la mujer les da una, dos, tres vueltas, con cinta industrial gris, como la que siempre va en las películas. En esto ya van los diez segundos. Rosa no corta. Hay algo que la captura en la escena. La mujer desaparece, se pierde tras las cadenas, y entonces se advierten claramente los eslabones trenzándose, llamados por una maquinaria invisible, el cuello siendo halado hacia arriba y hacia atrás, los brazos también. El cuero cede; el látex, cede; no es posible saber lo que está sucediendo con la piel. Se escucha el bufido del hombre-bestia, sin palabra, un gruñido de tigre herido y acorralado, uno brutal, visceral, que se expande y le llena los cascos a Rosa que no deja de ver la escena. «Se está rompiendo», piensa mientras ve los brazos que se van yendo hacia atrás, que se recogen sobre la espalda y empiezan a desaparecer en la misma penumbra en que ella se ha perdido. Aparece un trozo de piel enrojecida, casi morada, entre el capuchón que cubre la cabeza del hombre y el cuello del traje que continúa ennegreciendo ese cuerpo. El collar de hierro se está incrustando en la piel del pescuezo y el muñeco sigue gruñendo. De pronto, escucha algo similar al “tac” seco que suelta una puerta de vaivén cuando ha pasado el tope y ya no retornará a su otro estado: son los hombros que se han soltado; la tirantez de las cadenas que van a los lados se pierde un poco y un alarido claro y punzante se desgaja desde la gorra del hombre. Entonces lo escucha, Rosa lo escucha claro:
—¡Mercy! ¡Mercy! —y al tiempo advierte un jalón definitivo en la cadena que viene de arriba. Se pierde la voz; unos últimos borboteos, como de paloma buscando migajas, se alcanzan a escuchar antes que la cabeza caiga desgonzada hacia un lado. Entonces, Rosa corta, apaga el video, queda censurado. Ella respira agitada, va por otro vaso de agua; mira el reloj que señala el tiempo que pasó ante la grabación: 14 segundos con 35, es posible que la amonesten. Debe continuar con el siguiente. Uno de perritos que lamen a un hombre, cada uno de un lado, mientras el hombre se hace el dormido o el muerto: ese pasa. El día continúa.
A las 3 pm. termina su turno de esta semana. Come algo, no puede dejar de pensar en lo que ha visto. Se repite una y otra vez: los brazos cambiando de frente, la cabeza desprendiéndose del cuerpo… «¡Mercy! ¡Mercy!», el hombre ante la máquina, la mujer invisible.
En el tiempo que lleva trabajando se ha preguntado varias veces qué es legal y qué no, qué está permitido en la realidad y qué en las redes. Ella censura los videos, impide que otros los vean, aunque algunos pueden ya haberlos visto; en todo caso han sucedido. Pero, ¿debe avisar a la policía? Eso no está dispuesto en el contrato. Es posible que si lo denuncia tenga problemas con la empresa, ha firmado un pacto de confidencialidad o algo así, algo que la obliga al silencio. Está cansada y se recuesta sobre la mesa, con la cabeza casi pegada a su ordenador y a los cascos.
—¡Mercy! ¡Mercy! —la despierta la voz angustiada del hombre. —¡Mercy! —sigue resonando mientras se toca las ropas húmedas.
Se da un baño, uno caliente. En la mañana no tuvo tiempo de hacerlo, ya debía iniciar la jornada del día y las pesadillas la habían estado acosando en la noche. El agua resbala por su cuerpo, cierra los ojos y ve al hombre: el instante en que detiene el video con el crucificado al que la cruz se le ha torcido, como si estuviera abrazando un poste al revés, como en los dibujos animados. A Rosa le gustan los muñequitos, siempre le gustaron las tardes en que estaba sola en casa, pequeña, recién llegada de la escuela, acompañada por la añoranza de su madre, que llegaría en la noche, que vendría con dolor en las piernas y el hambre regada por todo el cuerpo.
—¡Mercy! ¡Mercy! —escucha Rosa, por entre el sonido plástico del agua que golpea la cortina del baño.
Cierra la regadera y alcanza su toalla. Se seca lentamente el rostro y al abrir los ojos lo tiene de frente: es el hombre-cosa, con los brazos caídos hacia atrás, desgarrados, las cadenas colgándole como tentáculos y la cabeza dándole vueltas sobre el cuello, como las de los muchachos que se duermen en los buses, así igualito con la boca abierta y babeante, solo que este desganado lleva los ojos abiertos, fijos en Rosa, como si desde ellos se tendiera un hilo que estabilizara en algo el cráneo. Vino el inevitable grito de Rosa. Cerró y abrió los ojos, con la toalla colgando como barba de sabio eterno que apenas si le cubría entre los senos y se estiraba por sobre el abdomen casi hasta la rodilla. Volvió a cerrar los ojos, los abrió de nuevo. Ahí estaban los del hombre, que ahora los advertía negros, duros y también suplicantes: «¡Mercy! ¡Mercy!», escuchó de nuevo, la misma voz, sin la angustia de antes.