En la vecindad – Luisa Gómez

Photo by Igor Korzh

No escondo nada, por eso los ventanales en casa y las cortinas siempre abiertas. Desde que se divorció Carlos, el vecino, ha olvidado cerrar las suyas; era su mujer quien se ocupaba de eso. La muy ilusa: no había cortina que contuviera sus gritos diciéndole al pobre imbécil lo poca cosa que era y lo mal que la pasaba ella en la cama. Era obvio, terminó yéndose. Cogió su par de engendros, igualitos a ella; bueno, el menorsito sí era más parecido al papá, parsimonioso, mirando siempre el suelo, morenito y flaco. El mayor ostentaba un vozarrón que no tenía; si la mamá fingía una voz delgada que siempre le salía en falsete, el hijo presumía de una voz gruesota que sonaba a doblaje de película gringa sobre Vietnam. En todo caso, el par de enanos se fueron con la madre y visitan poco al pobre Carlos. Lo he seguido de cerca, somos vecinos, hay que estar atentos.

Este whisky es bueno, no lo había querido abrir pero la penitencia que me he impuesto lo amerita: no leeré otro libro hasta terminar los siete tomos de Proust; anoche terminé el primero, hoy estoy por abrir el segundo. ¡Pobre Carlos, hombre! Lo veo en su estudio, un espacio más bien tristón, opaco. Seguro el escritorio y los libros están cubiertos de polvo; a ese pobre no le importa nada, se le ve en la cara. Todas las noches, ahí, sentado ante el escritorio grande, de madera vieja, sin coger un libro de todos los que tiene en el estante, sin abrir el computador; ahí, solo con la botella de whisky barato, dando la espalda a la ventana. Era igual antes que su mujer se fuera. Si decidiera cambiar de posición me vería y yo podría hacerle alguna seña, invitarlo a un trago, que pasara a compartir un rato de charla, la algarabía de Flavia mientras acuesta a las niñas; a lo mejor hasta le gustaría que las pequeñas le besaran la mejilla antes de irse a dormir, como lo hacen conmigo; bueno, no igual, a mí me abrazan, me quieren, me llaman “papito”; pero bueno, después de unas cuantas visitas, el tipo podría ser más de la casa y yo podría pedirles que le den beso de buenas noches a Carlos y Carlos se iría más contento. Antes que su familia lo dejara, él abría el libro que tenía en el escritorio justo en el momento en que entraban sus hijos a darle el beso de buenas noches. ¡Pobre, Carlos! Pero no mira para afuera, el hombre insiste en quedarse allí encerrado.

A veces lo intenta. Yo sé que lo intenta porque cuando salgo a tiempo para la oficina nos encontramos sacando el auto. Nos saludamos con gracia, nos sonreímos.

—Hasta luego, veci —le grito yo, bajando la ventanilla.

Y él sonriendo responde de la misma manera. Nunca hay tiempo de nada; generalmente soy yo quien lleva afán. En la empresa tengo un jefe de esos que tiene la vida perdida y se desquita con los empleados; seguro no lo quieren en casa y llega siempre muy temprano, nos descuenta cualquier minuto del sueldo, no le gusta que charlemos sino en el descanso. Yo me acomodo, creo que puede estar cerca el ascenso y mejor lo espero con calma; seguro el siguiente en ser coordinador de la parte de empaque de tabletas seré yo; ese viejo tampoco aguantará muchos años.

Pero volvamos a Carlos que sigue ahí sentado. Me gusta mirarlo, imaginar lo que puede estar pensando. Todas las noches termino por llegar a la conclusión de que vive entre el recuerdo y el sueño; mejor dicho, vive añorando lo que tuvo y lo que no ha tenido, pobre hombre. Recién lo dejaron, mi mujer quería pasar a llevarle un trozo de cerdo, algo de la cena o un postre. Yo la retuve.

—No hay humillación más grande, Flavia, ¡por Dios! —le dije convencido.

—Ni sabrá cocinar el pobre; vivirá de pizzas que es lo único que arrima a esa puerta —reviró ella.

Pero no, yo tenía claro que eso no era correcto. Primero, sabría que lo andábamos mirando; segundo, le recordaríamos que su mujer lo ha dejado, le reafirmaríamos que nosotros también lo creemos inútil, como su exmujer; tercero, se le retorcería el intestino ahí, comiendo solo, en esa mesa de comedor de cuatro puestos, probando la sazón de mi mujer, ese trozo de cerdo que le gritaría, bajando por el gaznate, que él ya no tiene una que le cocine y lo cuide y le recuerde que es importante. Terminé por convencer a Flavia y desistió para siempre.

—¡Pobre tipo! Deberías ir a hablarle —me decía ella mientras lavaba los platos y yo veía la televisión en la sala.

—No hay riesgo, cielo, yo en la vida de los vecinos no me meto.

Y es que eso sí me ha parecido siempre muy feo: uno pasando por un mal momento y un extraño que venga a hablarle pendejadas, a preguntarle cosas que no le incumben, a contar cosas que a uno no le interesan. Hay que esperar, hay que darle tiempo al tiempo; cada uno sabe cuándo buscar lo que necesita. Es cierto que el miserable Carlos ya lleva así dieciséis meses; todas las noches en lo mismo. Los fines de semana está siempre en pijama, excepto cuando vienen los hijos que cada vez es menos. Creo que va a verlos ese primer sábado del mes en que sale hacia el medio día y vuelve antes que termine la tarde; de resto, en casa. Me da pesar porque es tan poco este Carlos que no se atreve a una vida de soltero tardía: invitar alguna chica, si no conoce a nadie entonces conminarse a pagar el servicio; traer amigos, invitar al vecino. Pero no, este Carlos no le da un golpe al mundo; se nota que no tiene ambiciones.

A mí, papá siempre me enseñó a mirar hacia adelante y hacia arriba; por eso leo; leo lo que todos debemos leer, los clásicos, los libros de los que todos hablan, así me aburran. Hay partes que son insoportables, lentas, me duermo; cuando he tenido que releer un párrafo más de dos veces, adelanto unas veinte páginas y busco, seguro que ahí me voy ubicando. Bueno, los leo porque algún día estaré en una cena de gente muy culta y tengo que tener tema; por eso también me obligo a oír algo de música de la que anuncian en los conciertos de la prensa, no mucha, pero sí, aunque sea los primeros treinta segundos, ahí ya se hace uno la idea para poder decir algo. Flavia me critica, me hace bajar el volumen.

—Ponga algo bueno, mijo, que eso está muy aburrido —me dice desde la cocina.

—Usted también tiene que oírlo ¿o no me va a acompañar a las cenas? —le digo yo y ella se ríe.

Esta noche sí me tiene aterrado este Carlos. Quién sabe que le pasaría en el día. No le veo la cara pero juraría que está llorando; lo veo pasarse la mano por la frente, por los ojos, le ha dado un par de puños al escritorio; si me preguntan yo diría que se ha golpeado la frente con el borde de esa mesa. ¡Ay, Carlos! ¡Mi querido, Carlos! Y yo aquí con ganas de ayudarte y tú que no te dejas. Pero no le voy a quitar la mirada de encima, de pronto en algún momento voltea y le hago la seña esperada: que se arrime a este lado.

Parece que se ha quedado dormido en la silla; la cabeza recostada en el borde del espaldar; lleva ya mucho tiempo quieto. Con este Proust es fácil seguir al vecino: leo una frase y tengo que levantar la mirada para tomarme un descanso, es que cuenta mucha tontería, mucho detalle, como si a uno le interesara todo lo que vio, lo que soñó y lo que sintió don Marcel; todavía no entiendo porque les parece tan grande este libro; pero bueno, lo que es cierto es que lo deben leer los que tienen para vivir tranquilos porque sí se le va a uno mucho tiempo en esto.

Por fin se puso de pie este Carlos; me sirvo el último traguito y me voy a la cama. Me enciendo el cigarrillito del día, solo uno, por el placer de saber que puedo. Ahí vuelve el hombre, mi triste vecino. Viene con la camisa desabrochada hasta el ombligo; eso sí nunca se lo había visto, apenas si se aflojaba la corbata; ahora sí no hay duda, algo le pasó hoy al pobre. De pronto está muy borracho; aunque desde acá alcanzo a ver que le queda amarillito en la botella, por lo menos un cuarto. Pero trae en la mano un vaso con agua y en la otra el típico frasquito de pastillas, el anaranjado. Claro, pero es que con esos golpes que ha recibido, seguro tiene un dolor de cabeza de esos que no lo dejan a uno tranquilo. Otra vez se sentó ante el escritorio. ¡Mirá! Hoy sí está muy raro, sacó una hoja del cajón y se puso a escribir, no levanta la cabeza, sigue concentrado en la hoja, otra vez se pasa la mano por los ojos, por la frente, se deja caer en el respaldo de la silla, vuelve a la hoja. O este tipo está escribiendo una carta de renuncia o empezó un diario; a alguien le debe estar cantando la tabla. No se me vaya a matar, Carlitos, aguante que aquí tiene un amigo, mi viejo. Si renuncia se mete en la grande; seguro esa vieja lo demanda por alimentos. Menos mal a esta hora ya no hay correo porque seguro lo que está escribiendo viene de la fiebre, del desgarro, de alguno de esos rincones en que se nos acojona la vida. Yo le sigo echando ojo al frasquito, no vaya a ser se dé su bocanada de tranquilizantes. Por fin se detuvo; dobla la hojita, lo sé por el movimiento de sus brazos; se queda quieto un rato, coge el papel, lo pone en un sobre que deja caer a la derecha de su escritorio, justo al lado de la botella. Se sirve lo que le queda de whisky, pasa el dedo por el borde del vaso. Se zampa todo el líquido de un solo empujón. Se pone de pie y lo veo trastabillar un poco, tal vez se ha enredado con la pata de la mesa o con una punta del tapete. Se va hasta el estante, encuentra el libro que buscaba, uno de lomo grueso, muy grueso, no alcanzo a ver el título, los prismáticos están lejos. Se viene de frente hacia el ventanal, pone el libro sobre la mesa, le acaricia la cubierta de cuero, lo abre y entonces advierto que no es un libro cualquiera, es una de estas cajas que simulan un libro, se parece al que tenía papá que al abrirlo te encontrabas con una botellita de un cuarto y dos copitas aguardienteras, de las pequeñas. Carlos mira el hueco del libro; se queda inmóvil un minuto largo, de pronto dos. Entonces todo es muy rápido: casi al tiempo que veo aparecer el metal del revólver, por fin sube Carlos la cabeza pero no me mira; me pongo de pie; ya tiene el cañón hasta la garganta; ya aprieta el gatillo; ya salen lo sesos volando y no me da tiempo de hacer nada. Me jodió la vida este Carlos; cómo no cierra la cortina para hacer semejante putada.

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