Silenciados – Luisa Gómez

Fotografía de Mike B.

8 p.m. Todos se habían ido. Ya el negro nocturno se había estallado en el aire amenazando con comérselo todo. A lo lejos se escuchaban los zumbidos de los carros en la autopista, zancudos metálicos que irrumpían en los sueños. La primera vez acababa de darle una aspirada al cigarro, ahí a la entrada de la pieza, cuando los oí: el susurro, un silbido que distorsionaba el viento de la noche; pensé que de nuevo eran los adolescentes que suelen colarse con sus tonterías, sus retos de quién es más macho. Me fui despacio, sin hacer ruido, siguiendo el seseo que los delataba; quería sorprender a esos mocosos. De las eses y las ces se fueron desprendiendo las otras letras y pude saber que eran voces de hombres, con la ronquera ya gastada, carrasposa como debía serlo la barba que encubría sus palabras. Cada vez más cerca y no veía a nadie. Las voces continuaban. Llegué hasta el montículo de tierra fresca, di vueltas en torno a él, ahí estaban, de ahí venían. Ya otros me lo habían contado.

—Que sí, hombre, que sí —me había dicho Rosendo, el enterrador que me precedió— que estos no todos se van pa’l cielo, algunos se toman su tiempo, hacen amigos de terreno y se amañan por un buen rato.

Ya llevaba yo aquí unos seis meses y todos me habían parecido de lo más tranquilos, silenciosos, juiciositos cada uno en su tumba sin molestarse entre ellos ni a nadie. Hasta esa noche.

Dicen que a los muertos no hay que incomodarlos, que luego vienen y le jalan las patas. Quién era yo entonces para interrumpirles la charla, mandarlos a callar o entrarles con preguntas banales de este mundo, a ellos que ya eran puro espíritu, pura trascendencia. Si me metí de enterrador era para acompañarme de su silencio y van estos y me salen habladores; los eventos incalculables que trae todo trabajo. No era cuestión, en todo caso, de armar un lío por esto, al final respetaban la hora de apertura y de cierre, nadie se había quejado de haber sido asustado o de que las tumbas le hablaran. Me quedé ahí, en silencio, sumido en la oscuridad que amplifica las voces de quienes la habitan.

—No, veci, para mí fue toda una sorpresa —decía la voz que salía de debajo de mi pie derecho— no me lo esperaba, para nada.

—¡Tenaz! —le respondía el de la izquierda— yo sí lo planeé todo, nunca me gustaron las sorpresas. Siempre busqué ir un paso más adelante que el resto. Lo aprendí de mi abuelo que era ladrón y nunca lograron cogerlo.

—Pero, ¿usté ya sabía que estaba enfermo?

—Claro, lo supe antes que lo dijeran los médicos. Yo no sé si a usted le haya pasado, pero yo siempre tenía esa sensación en el pecho, esa corazonada, el vacío aquí debajo de las últimas costillas, esa voz interna que le dice ¡Pilas! ¡Pilas que algo malo está pasando! —calló un momento y continuó— Yo sabía que me iba a pasar algo antes que me pasara, y casi siempre tuve razón.

La cosa se ponía interesante, quién mejor que un muerto para contarle a uno si la flaca se presiente, si la partida es avisada, qué se piensa en esos últimos instantes. Me hice estatua, piedra oyente que no interrumpiera sus palabras.

—A mí sí esta vaina me mató y no me di cuenta sino hasta días después —carraspeó el de la derecha— ni me la olía.

—¿Orlando, pero usted supo quiénes fueron?

—Me enteré por mi hija que vino a contarme. Pobrecita, mi chinita, ahora está con la tía, mi hermana que siempre ha visto por ella —otra vez hizo un rugido para aclarar la garganta— Y asustada, claro, que la vieja esa se entere que ya sabe.

—No, ¡qué embarrada, hombre! Es que confiar, lo que se dice confiar… en nadie —y se escucharon pequeños chasquidos debajo de mi pie izquierdo— En nadie, Orlando. Yo por eso había dejado pagado el hueco, a mí que no me cremaran, que estará muy de moda y será muy bien visto, pero eso se roban los cuerpos, les sacan las partes, le quitan la ropa para venderla, los dientes, los ojos, los entresijos y lo dejan como marrano en diciembre y ni de arroz lo rellenan. A mí que me enterraran completico, con el traje que compré para la ocasión y la argolla de oro de mi abuelo. Todo por escrito y con copia al abogado, firma autenticada, que no le quepa duda a los buitres. Yo dejé todo estipulado, hasta el último peso, así les ahorraba el problemita de tener que pelearse las sobras.

—Yo sí pa’ eso soy muy bruto. No entendía nada, imagínese uno con la sonrisa puesta por el negociazo que se estaba haciendo —carraspea más fuerte, con algo de tos— es que ese carro estaba muy bien vendido, me iban a dar lo que estaba pidiendo y con eso estaban asegurados un par de semestres para la china.

—Pero, ¿usted sintió el balazo, Orlando? ¿Se murió de una? —lo interrumpió el de la izquierda.

Yo seguí de pie, sin moverme, ni sentía cansancio en el cuerpo ni las piernas dormidas, era pura oreja y no quería que el par de tipos se percataran de que los estaba espiando. Uno no sabe de qué sea capaz un muerto enverracado.

—A ver, cómo le explico… —Y guardó silencio un rato— yo vi el disparo, lo oí, yo sabía que el par de hampones me habían disparado, pero sentirlo, sentirlo… pues sentí la sangre caliente que se me salía por abajo de la oreja, una quemazón al tiempo que me subía del cuello a la cabeza, ¿usté ha probado el picantico ese verde que sirven con el sushi? Haga de cuenta que se hubiera metido un buen pedazo de eso. Por poco y me agarran las cuerdas vocales, ahí sí no habría quedado ni pa’ contarle el cuento. El susto fue tremendo, ¡usté no se imagina! cuando me veo esa mano roja, entre negra y roja, que goteaba, como pescuezo de gallina que caerá en sancocho. Ahí fue que me escurrí, quedé ahí en plena calle y apenas alcancé a ver los tennis negros de uno de los tipos que se perdía por la esquina y alguien que gritaba. Lo único que lograba pensar era en la platica, que se llevaban la maleta con la universidad de mi hija.

—¡Cabrones! —le respondió el otro hablando un poco más fuerte— ¿y quienes eran? ¿Por qué se lo bajaron?

¡No! Es que ahí, ante historias como esas, es que uno dice que los muertos deberían poder levantarse. ¡Qué jalada de patas ni que nada! Que se le apareciera a los hampones y les torciera el pescuezo, que vieran la cara del muerto en el espejo en vez de la de ellos. Pa’ eso sí sería bueno que estos espíritus deambularan las calles e hicieran justicia. En ese punto casi meto la cucharada, pero no, a los muertos se los respeta, los dejé que siguieran hablando.

—Ahí viene lo que me contó mi hija. Apenas me estaba dando cuenta que estaba muerto, que no era una pesadilla de esas que nunca acaban, cuando escuché la voz de mi niña que llegaba con ese olor de claveles. Lloraba, la pobrecita moqueaba y moqueaba y yo no podía verla, y se lamentaba. «¡Ay, papito! Usté sí es que era muy ingenuo; cuántas veces le dije que la ordinaria esa con que remplazó a mamá se la estaba jugando».

—¡No joda, Orlando! ¿Fue su mujer la que lo mandó a matar? —habría podido jurar que el de la izquierda se estaba levantando de la tumba.

—Así mismo, veci. La vieja había contratado a los dos tipos, armó la escenita del negocio, se quedó con la casa, con el carro, con las cuentas del banco y el asadero que había trabajado toda la vida… todo estaba a nombre de ambos —otra vez hizo sonar la garganta varias veces— a la niña me la dejó sin nada. No haberlo conocido en vida, veci, habría aprendido todas sus mañas.

—No crea, Orlando. Uno también comete sus errores. Póngale cuidado —y esta vez fue el de la izquierda el que se aclaró la voz— Yo empecé a sentir ese ahogo, la fatiga, dormía mal, me despertaba sudando; a eso, súmele que hacía poco un buen amigo había muerto de cáncer, que me recordó los tumores de mi padre, los de mi abuelo. Me empezó un dolor en el abdomen cuando comía… no había duda, tenía que ser uno de esos monstruos tragones que se aposan entre las vísceras y se van expandiendo como un hongo alimentado por la humedad y la oscuridad de la vida —La voz le había cambiado un poco, se había puesto como más parsimonioso, hablaba más quedo—. El caso es que vinieron los exámenes, las pruebas, chuce aquí y allá, y no encontraban nada; yo sabía que la bestia seguía creciendo y en los médicos no se puede confiar, al final son viles humanos. Me miraba al espejo y veía ese gris que me iba cubriendo el rostro, los ojos cada vez más hundidos, la carne se desaparecía y en su lugar me iba quedando el filo de los huesos. —Se le sintió algo de temblor en las letras, calló por un momento y retomó hablando más fuerte— Ahí fue cuando lo decidí; yo no iba a esperar a que me tomara por sorpresa mientras seguían jugando a dioses y yo me les iba yendo. Decidí ahorcarme después de dejar todo en orden; ni un peso para la ciencia que esos no hacen sino tirarse la plata, para mis hijos ya había habido estudio y comida y con eso era suficiente, mi mujer ya estaba muerta; la plata se iría toda para un parque cementerio, uno bien grande que llevara mi nombre, uno que solo albergara a los valientes del suicidio, a los precavidos, a los verdaderos desafiantes de la muerte, a los que no nos quedamos esperando, a los que le llegamos de sorpresa. ¿Y qué cree, Orlando?

—No sé, veci; lo que no entiendo es que hace usté en un cementerio como este, lleno de tanto cobarde…

—¡Pues me robaron la plata, Orlando! Me la robaron toda. Lo supe por un par de viejas que comentaban la noticia dos días después que yo muriera. Es que no hay precauciones suficientes ante un abogado. Mientras yo pendía del techo de mi habitación, los muy pícaros hacían los arreglos finales, se enriquecieron de la noche a la mañana. Y para peor, comentaban las viejas, que el periódico aseguraba que el ricachón se había suicidado porque no soportó la bancarrota, que los médicos aseguraban que venía teniendo episodios de angustia, que era un paranoico, que los hijos ya no sabían qué hacer conmigo.

El de la izquierda guardó silencio. La noche y la tierra les evitaba la vergüenza de las miradas. Otra vez las máquinas zumbantes se escuchaban a lo lejos y la muerte se lo tragaba todo. Yo seguía haciéndoles de estatua, de adorno en el panteón del silencio. Cada vez estoy más acostumbrado a hacerles de lápida; de piedra que, aunque lleva sus nombres, parece no tener vida. Soy el que vigila que no me los molesten; comienzo por hacerme el muerto para que no se sonrojen.

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