Sacrificio – Luisa Gómez

Ahí estábamos todos. Los cinco viendo al sapo; Frankie más que ninguno. Diez ojos fijos en las patas del sapo contra el vidrio del frasco, el bicho tratando de saltar, golpeándose una y otra vez contra la tapa de metal.

—¡Frankie! ¡Frankie! —gritábamos nosotros —¡Vamos Frankie! ¡Hazlo!

Él con el frasco entre sus manos, la cara tan pálida como sus piernas y sus brazos; Frankie pecas rojas, pelo rojo, mirando al sapo a través del vidrio, cara a cara con el batracio.

Ya había pasado la semana de pruebas. Nuestras condiciones habían sido claras: Debía demostrar lealtad al Club, a cada uno de sus miembros. Debía estar dispuesto a hacer cualquier cosa por nosotros. Así, solo así, podría ser uno más del grupo, podría participar de cada una de las aventuras del Club, y también sería protegido de los Piraña, los del quinto B que, siendo más grandes, buscaban quitarnos las onces, nos pedían peaje para pasar al baño de los hombres y con frecuencia nos hacían zancadillas en el corredor de entrada al cole.

Las condiciones eran pocas y las pruebas de ingreso sólo tomaban una semana. Cumplió con llevarnos limonada a los cuatro durante toda la semana, cuidándose de seguir las instrucciones con el azúcar (Pedro, el viejo Peter, no podía ni probarla, entre su obesidad y la diabetes, el azúcar era veneno). Consiguió los chicles picantes para la tarde del martes, doble ración para cada uno, y logró masticarlo por más tiempo que el mismo Charlie, que era el duro en eso. Mantuvo vivas las lombrices que le entregamos en la ceremonia del lunes; para el viernes estaban intactas y gorditas. Pasó de forma sobresaliente la prueba más arriesgada: logró robarle a Nelson, uno de los Piraña, sus galletas Oreo: este grandulón comía una tras otra durante el recreo, sonreía a las niñas con los dientes bordeados por el negro de la galleta y dejaba escurrir la baba oscura y melcochuda por su barbilla, riéndose a carcajadas, persiguiendo a todos para dejar caer la masilla Oreo en nuestra ropa, en nuestras cabezas, mancharnos con su podredumbre en cualquier lugar de nuestra existencia. Frankie arriesgó su vida, demostró que era capaz de enfrentar al mismísimo demonio para estar de nuestro lado.

Solo faltaba la prueba final, la definitiva. En esta no se trataba solo de poder conseguir los huevos de oro del ogro pasando por el peligro que esto acarreaba… ¡No! Ahora debía matar. Debía demostrar que era lo suficientemente hombre para acabar con la vida de alguien, que estaba dispuesto a hacer realidad el dicho de «matar y comer del muerto» para proteger al Club.

Y ahí estábamos, nosotros y él… él y el sapo, el verdugo y su víctima. Frankie había elegido la forma con anterioridad: lo haría a cuchillo limpio; las pedradas le parecían riesgosas, podría escapársele; el veneno quedaba descartado por riesgo a su propia vida… debía comer luego una parte del bicho; la asfixia se la prohibimos por fácil. Así que ese sábado, allí en el parque, entre la enramada que se forma por los troncos caídos de los eucaliptos viejos, estábamos de pie, los cinco. Nosotros cuatro rodeando a nuestro Frankie, haciendo de barrera protectora para nuestro casi héroe; él, valiente aunque tembloroso, con su piel blanca de rana platanera; él, nuestro Frankie, con los ojos bien abiertos, fijos en los ojos negros y grandes del sapo; nosotros en silencio, con nuestros ojos en los ojos de Frankie; nosotros con nuestras pantalonetas de dril medio cochinas, las rodillas raspadas de tanta rampa en bicicleta, nosotros con nuestras camisetas de rayitas de diferentes colores y nuestros pelos cortos; ahí, en medio del mundo, presenciando el ritual que nos haría más fuertes.

—¡Vamos, Frankie! ¡Tú puedes! —gritó Esteban.

Y cuando él rompió el silencio, lo rompimos todos, y de pronto al unisono, los cuatro:

—¡Frankie! ¡Frankie! ¡Frankie! —engrosando un poco nuestras voces, ahora voces de hombres, voces guerreras apoyando a nuestro próximo ídolo.

El semidios baja un poco el frasco, nos mira, recorre nuestros ocho ojos.

—¿Ustedes también tuvieron que hacerlo?

—¡Obvio, que no! —le respondió Peter —nosotros somos los fundadores.

—¿Cómo saben que «matarían y comerían del muerto» por el Club? —volvió a preguntar, ahora con la voz más fuerte.

—¡Bahhh! ¡Es obvio! ¡Lo haremos! —gritó Esteban, mientras nos miraba a los otros tres que movíamos la cabeza arriba y abajo.

Frankie volvió a subir la celda de vidrio que encerraba al anfibio. Acercó el tarro a su cara, la nariz del príncipe contra la del sapo…

—Seremos uno… —lo oímos susurrar.

Lentamente empezó a desenroscar la tapa; el animal quieto, luego tratando de saltar; el animal cayendo sobre su lomo en el fondo del vaso, el sapo otra vez de pie. Frankie metiendo su mano en el frasco; el sapo agarrado por Frankie; Frankie apretando al animal, subiéndolo al nivel de sus ojos.

—¡Por el Club! —se le escuchó entre grito y temblor mientras estiraba la mano hacia nosotros. Esteban le pasó la navaja Victorinox que su papá le había regalado en el último cumpleaños. Ahora la cuchilla afilada reflejando el sol de la tarde está en la mano de Frankie: en una, el batracio, el pobre diablo que no puede escapar de las fuerzas del Club; en la otra, el filo que cortará su vida en dos… Nuestros ocho ojos fijos en el miserable que se mueve con nerviosismo; nuestros ocho ojos viendo saltar al sapo, perderse entre las ramas; nuestros ocho ojos viendo a Frankie humano, Frankie menos que humano, Frankie batracio que se acurruca en el piso y llora.

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