
Papá es de goma. Recibe golpes y golpes y vuelve rápidamente a su forma original, o por lo menos, no se evidencia cambio alguno tras los impactos.
—¡Eres un idiota, Ernesto! ¡Qué no ves cómo se aprovecha el desgraciado del Cuevas? —le grita mamá con frecuencia, cuando papá llega tarde o sale más temprano de casa por pedido de su jefe.
Las palabras de mi madre dan en el blanco: el rostro de mi padre se estira, se alarga hacia la puerta y, como un resorte, vuelve a su lugar; él ni se toca la mejilla. Papá sólo calla, recibe el golpe, mientras deja la gabardina y el paraguas a la entrada, termina de descargar lo que trae de la calle, se voltea hacia mí, me saluda despeinándome un poco y luego va hasta la cocina, besa a mi madre con sigilo, más cerca de la oreja que de los labios, y pasa a sentarse a la mesa o frente al televisor.
Una mañana de la semana pasada papá se resbaló en el baño, el golpe resonó en mi habitación que queda al otro lado del pasillo; escuché cuando mamá le gritó desde la cama:
—Día que no te caes, rompes algo —y soltó una carcajada—. ¡Ay, Ernesto! No te sale bien una.
A mi padre no lo escuché más; al rato sentí sus pasos por el corredor, fue hasta mi cama y me despertó suave, halándome un poco la pijama, como todos los días.
Lo que mi madre dice es cierto, Cuevas se aprovecha de mi padre; todas las semanas le pide, por lo menos cuatro días, que madrugue más para abrir el negocio o que se quede hasta cerrarlo. El viejo termina trabajando a veces quince horas seguidas. Nunca, o casi nunca, se toma su hora de almuerzo: va comiendo entre cliente y cliente, entre despacho de cables, destornilladores, puntillas. Mi padre no se queja, por lo menos no lo cuenta en casa, sólo llama por teléfono y yo escucho a mi madre:
—¡Jmm! ¡Ay, Ernesto! Yo sí me casé con el más pendejo… ni para qué le digo lo que pienso de usted —y cuelga. Un momento después, sube a mi habitación y lo anuncia:
—Otra vez su papá… que viene tarde. ¡Usted si no va ser tan pendejo! A la gente hay que decirle que no, sino la monta. —Se voltea y se va a la cocina de nuevo, limpiándose las manos en el delantal de cuadritos verdes que siempre lleva sobre la ropa.
Sí, papá es de goma, su sangre es el caucho; se la extrae y se la aprovecha como la del árbol. Por sus venas corre una sustancia viscosa que no se deforma y aguanta; los que saben cómo aprovecharla tienen paciencia y van haciendo pequeños cortecitos en el tronco, van viendo la manera en que se desangra sin permitirle la muerte. Con perseverancia se lo lleva a que entregue todo lo que tiene, que mientras se le escurre la vida por los poros siga produciendo más y más de eso que se le pide, como si estuviera sembrado en la selva.
Mamá cuenta que a mi abuela Gertrudis, la mamá de mi papá, la jodieron los ricos por pendeja. La trajeron del campo muy pequeña y la llevaron a la casa grande para que ayudara con la crianza del hijo menor de los señores. Siete meses después, cuando apenas iba por los trece, estaba con la barriga llena de mi papá. Después de dormir al bebé que tenía a cargo, bajaba a su habitación; por más que se hacía la dormida llegaba el viejo puerco, el dueño de casa, la ponía boca abajo, le abría las piernas y le llenaba de heridas el alma y le dejaba sangrando la piel. Mi papá es el caucho, el coágulo, la materia espesa y resistente, la prueba del exceso de su padre sobre el cuerpo de su madre. Pero no la echaron a la calle; la señora decidió que ese hijo debía ser de otro y la muchachita cuidaba bien de su niñito, así que a mi padre lo mandaron a casa de su abuela hasta que tuvo cuatro, después volvió a vivir con su madre y sirvió de jardinero, fue el de los mandados, el de mantenimiento, el todero.
—Siempre tan decente el pendejo —dice mi madre cuando cuenta el cuento— Es que nunca ha sido capaz de decir nada… «¡para qué? ¡para qué, mija! ¿Es que ese apellido me va a devolver a la viejita o me va a quitar los dolores?» —dice remedando con voz gangosa los tonos de mi padre al hablar.
Mi padre es de goma y en la goma todo parece rebotar, nada penetra, más si está vulcanizada, como las llantas, hechas para que lleven peso y no se detengan, para cargar a otros sin que se deformen ni cedan y, menos, se revienten. A mi padre podrían decirle Michelin; en secreto se lo digo cuando quiero que enfurezca y los mande a todos a tragarse sus palabras, que sea llanta de tractor y pase por encima de sus cabezas y los destripe y siga rodando cuesta abajo, feliz, callando todos esos murmullos que siempre lo persiguen: «idiota», «imbécil», «estúpido», «títere», «pendejo»… y él sin hacer caras, sin destapar su dolor, sin darles el gusto de que se le suba la sangre a la cabeza, ¡pero, cómo? Si es que va dejándola regada en cada acto.
En todo caso el caucho es materia viva y lo que no calculan los sangradores, los encargados de hacer los cortecitos, ni tampoco los fabricantes y comerciantes, es que el azufre con que lo hacen más resistente llama al demonio; que eso que van echando de a poquitos en el alma del caucho lo va poseyendo, lo va curtiendo. Olvidan que, de cualquier manera, la goma se estira y se estira pero tiene su no va más y cuando llega a ese punto, o se rompe o se suelta de las manos que lo manipulan y les asesta un golpe tan fuerte como la tensión en que venían sosteniéndolo.
Todo esto lo pienso mientras espero en la sala de la comisaría; dicen que no me dejarán ver a mi padre, que él no quiere verme. Insisten en que es imposible, pero yo creo que se volvió cauchera y se reventó en las manos del tirador. Según mamá, los policías dijeron que Cuevas tenía la cabeza deforme, reventada en varios lugares, y papá estaba tirado en una esquina, lavado en sangre y con el martillo a sus pies.