
Todas las ciudades son iguales; todos los buses son iguales; todos los que nos apeñuscamos para ir de un lado a otro somos iguales. Aquí nomás, en este metro de Niuyor, serán más altos algunos y tendrán el color más reafirmadito: los blancos más blancos y los negros más negros, pero el afán es el mismo; el mismo tiempo suspendido entre un lugar y otro, quietos, cansados, con el peso de los sueños que no se cumplen y los maletines vacíos del almuerzo que ya comimos, lejos de casa, en cualquier esquina o en una mesa desnuda, sin los papeles o los cubiertos familiares.
Ella se cree diferente con ese pelo verde todo parado, esa faldita que le deja a la vista los calzones y las medias rotas… ¡mi mamá la viera! «así no la dejarían salir de la casa, niñita»; ahí colgada de esa varilla, parece bailarina de cantina, y no se desprende del celular, hable que hable, y ría; como diría mi mamita: «habla duro como las universitarias». No entiendo nada de lo que dice, pero seguro es lo mismo que garla Juana, mi hermana, cuando se secretea con Raquel, su mejor amiga, y sueltan esas carcajadas: «que Pedro tan bonito, que como besa de rico el Wilson, que esa vieja si que está fea», será en alemán o en chino, pero las caras se repiten y las risas lo mismo.
Todo sea por levantarme unos pesos, por salvarme de los guerrillos que ya querían llevarme, de los milicos que se les abría el hambre de carne joven pa’ echarme pa’l monte. Acá si es que todo es muy oscuro, hasta el cielo se lo dan a uno por pedacitos, todo de a poquitos.
Esa señora va que cabecea desde hace un rato: la misma vaina que en los buses, no hay cuello que aguante el peso de tanto pensamiento que no llega a nada, mire cómo se le bambolea esa testa. Bueno, la ventaja es que aquí uno se despierta menos porque como no hay huecos en el pavimento el sueñito es más tranquilo, más corto también porque siempre es que uno se demora menos. Pero mírela con la bolsita agarrada, los dedos engarrotados aprisionando las vasijas vacías, no vaya a ser que algún desgraciado la deje sin en qué llevar mañana el almuerzo. Se parece a mi mamá, así con las piernas junticas y el saquito de lana medio cerradito. ¿En qué andará mi vieja a esta hora? Seguro está ordeñando a la Cindy que fue la que parió por estos días; la veo con sus manitas enrojecidas de hacer oficio, sentada en el butaco, con el atardecer en la espalda, grande, pleno como en pantalla de cine, de esos en que estuve la semana pasada. ¡Ay, mi viejita! Seguro la Juana debe andar en el pueblo, la muy condenada, que se le ha dicho que no se vaya tarde, sola, vereda arriba, pero esa no entiende, con esos dieciséis encima no hay quien la pare.
¡Vean a esta! «¡Me puse de pie porque me duelen las corvas, mija!» —se lo digo con los ojos—; dizque corriéndose y agarrando el morral con fuerza; mi mamá la viera le pegaba su buen regaño, por desconfiada. «Yo seré trigueñito y aindiado pero honesto como el que más, mona desabrida»; es que me dan ganas de decírselo, pero pa’ qué, si no me entendería. Mejor le doy la espalda. Eso fue que le olí al limpiador ese, el que me tiene los dedos vueltos nada; es que fregar inodoros todo el día sí es pa’ machos.
«¡Úpale! Pero siga nomás, mi don!», es que hay gamines en todas partes del mundo, o me le volví invisible al grandulón este. Se parece a Robinson, mi amigo del pueblo, ese man sí es acuerpado, grandote, así como este gringo pero cafecito, y menos atravesado. El Robinson es más bien lo contrario, todo el tiempo dejando pasar a las señoras, cuidando de los flacos, es que a ese sí que le dio rejo doña Delia, como es hijo único lo crió con brío, lo domó como a caballo salvaje. ¡No, ya no me dan las piernas!, me falta una parada; «mejor me voy alistando, pa’ no demorarlos, que todos van bien cansaditos»; dirán que me volví pendejo ahí riéndome solo. Siempre es que todos somos iguales: este olorcito a sudor de final del día lo he sentido en las flotas, en los buses, en transmilenio, en el avión ese en que me tocó subirme y en este vagón chiquito que lleva los restos que somos al final del día. Seguro desde fuera nos vemos como esas vacas que llevan del pueblo a la ciudad: así, medio dormidos medio inquietos, cansados, con las piernas temblando, el sudor escurriéndonos por los lomos, con los ojos brillantes de lo que no alcanzamos a enterarnos, tratando de sostenernos unos con otros para no irnos de cabeza.