
Que escueza, que arda, que sienta cómo la membrana interior de mis fosas nasales se va volviendo agua. Que me haga cerrar los ojos y las lágrimas se me escurran sin aviso; eso, justo eso, que se me licuidifique el cuerpo y me vuelva puro estornudo, sonoro, uno de esos que arrancan células de la garganta y dejan la carrasperita. Esos son los olores que me atrapan, los que busco; que me remuevan todas las moléculas y me hagan saber que estoy vivo.
Siempre salía muy temprano al trabajo, con el tiempo suficiente para entrar a los dos baños públicos que me quedaban en el camino. Los aromas me invitaban, hacían de flauta en esta Hamelin bogotana; era la mezcla de orín de los borrachos nocturnos con el cloro reconcentrado de los traperos a medio lavar, un olor metálico, que chirreaba, que dejaba sin tacto y sin vista, olores que mataban hasta el gusto, que convertían el mundo en una masa oscura, una sombra que lo cubría todo y me volvía nariz pura, grande, roja, hasta que dejaba de olerlo todo. Me pegaba al suelo, lo olfateaba como perro de cacería; ponía el par de pañitos que cargaba en el maletín, así me arrodillaba sin dañar el pantalón de pana, e iba aspirando, al principio por poquitos y luego profundamente para que me llenara los pulmones y se me fuera hasta lo más profundo. Era al lado de los inodoros, donde el olor a amoniaco es penetrante, que el ardor me tomaba la cabeza, muchas aspiraciones seguidas, soltando poco aire entre una y otra. Nunca duraba lo suficiente así que salía con la nariz anestesiada, sin percibir el humo de los exostos ni los perfumes de las mujeres con que me cruzaba en la calle. Luego iba al baño siguiente y repetía el ejercicio, entonces lograba llegar a la oficina. Me molestaba que me recibiera el olor entre amargo y dulce del café recién hecho; en las tardes era mejor porque ya se mezclaba con el rancio de la greca requemada del día. Pero cuando entraba y sentía los perfumes suaves, el café caliente, se me revolvía el estómago y las náuseas me llevaban directo al baño que queda al lado del cuarto de aseo; hacía mi primera parada, con cuidado, que nadie lo notara, y aspiraba fuerte dos, tres veces, del tarro de Decol que siempre tenía allí doña Consuelo, mi fiel mezcladora de olores. El día pasaba yendo y viniendo del cuarto de aseo, con sigilo, con disimulo. Carolita, mi vecina de escritorio, me preguntó la semana antepasada que si estaba enfermo: me paraba mucho al baño -me pasa en los días en que estoy más ansioso-; tuve que improvisar y ahora ella piensa que con solo treinta y cinco estoy muy joven para tener problemas de próstata tan agudos. Ahora le veo esa mirada compasiva con que me recibía, me pasaba con frecuencia la mano por la espalda; a mí me gusta, ella siempre me ha caído mejor que las otras, usa un perfume barato, recalcitrante, dulzón y agrio, que no se va fácil.
Desde pequeño he sido así, puro agujero olfativo. En casa mamá siempre estaba limpiando, no soportaba el olor que dejábamos los cinco hijos y mi padre en los baños. Se quejaba.
—Y no me diste uno sino cinco… ¡cinco cerdos que no hacen sino orinar el mundo! —decía, mientras se pasaba una mano, con fuerza, apretando los pelos sobre la cabeza, que la moña nunca se le deshiciera.
Nosotros pasábamos callados, por el ladito, como quien no quiere la cosa, y la veíamos en cuatro patas, restriegue y restriegue, con las manos rojas. Yo era el más cariñoso, me daba pesar con la vieja que sufriera tanto con algo que nosotros poco notábamos. Algunas tardes, cuando llegaba de la escuela, la abrazaba por detrás, ponía los brazos en su cintura, me apretaba contra ella y adhería mi nariz a su cuello de cloro, a sus hombros de cloro, y el mundo desaparecía, el cosquilleo en el cuerpo se calmaba, las burlas de los amigos, las malas notas, las clases que no entendía, todo eso se esfumaba. Ella, con su carita pálida y sus ojeras de siempre, se volteaba, cogía mi rostro entre sus manos, me sonreía, y luego, conservando la izquierda en mi cachete, pasaba la derecha, lentamente, por sobre mi rostro, tapándome nariz y boca, suave y cariñosa, juguetona; yo me tragaba por todos los agujeros ese olor a limpio, a aseo, a trabajo, hasta que me escocían los ojos y terminaba estornudando.
La cosa con los baños empezó cuando terminé el colegio, en los baños de la universidad, ante esos orinales amarillentos, con los charquitos en los baldosines percudidos y las señoras del aseo pasando y repasando los rincones con esos traperos grises, que hundían una y otra vez en el mismo balde lleno de agua puerca, con espuma siempre en los bordes. Sabía a qué hora limpiaban los de la Facultad y me salía de clase, me agazapaba en algún retrete y desde allí, acurrucado en el inodoro como buitre esperando presa, cerraba los ojos y me dejaba ir en ese mundo de moléculas entrecruzadas.
Llevo aquí una semana, nadie quiere entenderlo. Piensan que trataba de suicidarme; no es cierto. Amo la vida; sé que probablemente en el cielo todos los olores son suaves y en el infierno debe haber un solo aroma a chamuscado. Me gusta esta cuidad sucia con las alcantarillas tapadas, los andenes oliendo a muerto y los hombres sudados en los buses atestados bajo el aguacero torrencial de las tardes. Se los he dicho: fue un momento de pasión, un exceso como cualquier otro. Cuántos no terminan en el hospital por comer de más; cuántos se lesionan los tendones, se desgarran los músculos por excederse en el deporte. Fue un momento de lujuria mal llevada. Doña Consuelito faltó al trabajo, me dejó mi puertita cerrada; fue la emoción de encontrarme de nuevo con mi Decol venerado; sí, me lo regué un poco encima; sí, duré mucho tiempo allí dentro; sí, fui dejando mi nariz en sus fauces, fui deslizando sus labios hasta los míos, sentí su vaho yéndose por mi garganta, un poco, solo un poco que me mojara los labios y cuando me percaté ya me estaba atragantando con unos cuantos sorbos.